julio 30, 2012

Silencio

Milton Acosta, PhD

Para hablar del silencio casi hay que pedir disculpas. Pero la idea no es que hagamos votos perpetuos, sino incorporarlo a la piedad personal, la liturgia y el quehacer teológico.

Cuando en América Latina se insinúa que la vida cristiana puede enriquecerse con el silencio, la reacción a veces es que esas son ideas europeas o asiáticas; que nosotros somos alegres, festivos y bullosos; y por lo tanto así es nuestra piedad personal, la liturgia y el quehacer teológico. Estas respuestas ignoran que la Biblia y los primeros escritos de teología y de piedad cristianos (donde el silencio es parte importante) surgieron en un mundo alegre, festivo y bulloso: el Medio Oriente, África, Turquía y todo el resto del Mediterráneo. Es decir, es posible tener espacios de silencio en la piedad personal, la liturgia y el quehacer teológico en culturas festivas. El problema es reducir la vida cristiana a un aspecto de la cultura.

También se rechaza el silencio y la quietud diciendo que creemos en un Dios vivo, que de nuestro interior corren ríos de agua viva, que silencio hacen los muertos y que la Biblia manda a alabar a Dios con alegría y júbilo. El problema aquí es pensar que el gozo es incompatible con el silencio, que estar alegre es hacer ruido y que ruido es sinónimo de gozo.

Propongo tres citas para reflexionar. La primera es para los teólogos que por épocas nos sentimos impelidos a emprender cruzadas contra todo maestro que nos parece falso:
“El silencio puede ser más revelador que la palabra misma; puede incluso discernir entre la verdadera profecía y la falsa. Cuando los profetas caían en la duda de si eran víctimas de una ilusión, o cuando se veían enfrentados a otros que decían ser también profetas enviados de Yahvé, recurrían al silencio de Dios como criterio de autenticidad profética. Profetas falsos eran los locuaces, los que siempre tenían algo que decir, los que «robaban» como ladrones la palabra profética, como se quejaba Jeremías (23, 30).”[1]

La segunda cita es para quienes creemos que cuanto más hablemos nosotros más hablará Dios: “El silencio es la otra cara de la palabra, la cara «oculta» del rostro de Dios: el rostro «visible» es representado por la palabra, el invisible por el silencio.”[2]

La tercera es para quienes pensamos que en cada encuentro con Dios tenemos que decir muchas cosas: “… el silencio es también, junto a la palabra, vehículo de la revelación divina.”[3]

Muchos personajes bíblicos experimentaron la presencia de Dios y escucharon su voz en el silencio: Moisés, Elías, Jeremías, Jesús. De modo que por el bien de todos, hagamos un poco de silencio; sobre todo en la presencia del Señor. Es cierto que en la Biblia el silencio aparece en contextos de sensación de abandono de Dios. Pero eso no es todo. Recordemos las palabras del sabio: “Cuando vayas a la casa de Dios, cuida tus pasos y acércate a escuchar en vez de ofrecer sacrificio de necios, que ni conciencia tienen del mal. No te apresures ni con la boca ni con la mente, a proferir ante Dios palabra alguna; él está en el cielo y tú estás en la tierra. Mide, pues, tus palabras.” (Ec 5:1–2; cp Sal 4:5; Pr 21:23).

Ojalá Dios no tenga que decirnos como aquella vieja canción de enamorados: “palabras, palabras, palabras; palabras, palabras, palabras; palabras tan solo palabras hay entre los dos.” O, Peor todavía, lo que sí les dijo a quienes pretendían adorar a Dios sin practicar la justicia: “No los soporto; me ofende su adoración; aunque multipliquen sus oraciones, no los escucharé” (Is 1:10–26). Seamos también devotos en silencio. ©2012Milton Acosta
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[1]Julio Trebolle Barrera, Imagen y palabra de un silencio: La Biblia en su mundo (Trotta, 2008), 278.
[2]Ibid., 283.
[3]Ibid., 278.