diciembre 01, 2008

¿Profeta yo?

¿Profeta yo?

La cuchara y el espejo

Milton Acosta, PhD

Toda profesión por digna que sea puede ser desprestigiada.  Del desprestigio se encargan los falsos y los torcidos.  Por ejemplo, así como hay buenos médicos, también hay médicos ineptos, médicos tramposos y falsos médicos.  Y por encima de los médicos están los sistemas nacionales de salud, la economía y los (d)efectos de la globalización en cada país.  Pero bueno, nuestro tema es la profecía.

Resulta teológicamente más productivo hablar de las funciones de los profetas que de los términos hebreos que usa la Biblia para designarlos.[1]  Las etimologías de idiomas antiguos suenan muy impresionantes y autoritativas, pero muchas veces bajo el manto de sapiencia se esconden falacias metodológicas monumentales.  De nada sirve hablar de la etimología de la palabra “político”, por ejemplo, si sabemos que la función verdadera de muchos es apropiarse de los tesoros de la nación.  Por eso algunas profesiones y oficios llegan a perder su significado etimológico y se convierten en sinónimos de otra cosa: tramposo, corrupto, sinvergüenza, pillo, atracador, ladrón, entre otros.  Pero nuestro tema tampoco es ese, sino el profetismo y cómo éste se desprestigia.

Moisés es el primero y más grande de todos los profetas bíblicos (Nm 11:6–8; Dt 34:10; 18:18; Hc 7:37).  Por medio de Moisés Israel recibe de Dios la constitución que ordena la vida y relaciones de Israel.  Esta constitución abarca todo: fe, familia, política, economía y sociedad.  Samuel inaugura otro período profético, el cual crece paralelo a la monarquía.  Samuel le recuerda a Israel que la política puede cambiar, pero lo más importante es mantener el pacto por medio de la obediencia (1S 8 y 12).

Los profetas en la Biblia, como grupo con unas características más o menos comunes, surgen a partir de Samuel.  Su misión principal es anunciar la palabra de Dios en cuatro formas principales: ordenar y corregir (dentro de los parámetros del pacto y la ley), consolar y dar esperanza (dentro y más allá de los parámetros del pacto y la ley).  Los más sobresalientes fueron Elías y Eliseo (más actores que escritores) y después de ellos todos los profetas clásicos o literarios desde Isaías hasta Malaquías (según el orden canónico).  Pero como nunca faltan los aprovechados, en el profetismo tampoco faltaron.

La cuchara, en algunos países dónde se usa, llega a ser sinónimo de alimentación, estómago, economía y ambición.  Así, podemos decir que muchos corazones se corrompen y muchas profesiones se desprestigian por causa de la cuchara.  Pero además de la cuchara existe el espejo y la cámara: cómo nos queremos ver y ¡cómo queremos que nos vean!  El poseer algo sobrenatural es para algunas almas atribuladas una forma de figurar, de ser reconocido, de tener poder.  Por eso la profecía es tan apetecida; pero no según la Biblia, sino muchas veces según el público, la cuchara, el espejo y la cámara.

Cuando el profeta depende de su profecía para la supervivencia de su estómago y/o de su ego, la profecía difícilmente vendrá de Dios, se hace altamente sospechosa.  Así lo registra Jeremías 28 y Zacarías 13.  ¿Se imaginan qué puede profetizar un profeta empleado del gobierno?  ¿Qué puede profetizar alguien que gana comisión por profecía o alguien que, por fin, como profeta puede ser “alguien” en la vida?  Con tanto desempleo y tanto maltrato infantil hay suficientes razones para sospechar.  En el Nuevo Testamento también hubo gente que vio el Espíritu Santo como un buen negocio.  “¿Por cuánto me vendes el Espíritu Santo—dijo Simón el mago a Pedro—para yo también rebuscarme?” (Hc 8:9–25).  Al emprendimiento de Simón súmele un pueblo en vilo y automáticamente obtendrá multitudes, engañadas, pero multitudes.

En la secuencia bíblica del ministerio profético, Juan el Bautista es el último de los profetas (Mt 11:9; Lc 7:26).  Con el Bautista termina el tiempo de la profecía (al estilo del Antiguo Testamento), y comienza el cumplimiento.[2]  Volver a la forma de la profecía del Antiguo Testamento, según Jesús, es realmente volver atrás.  La revelación más completa y perfecta de Dios se da en Jesús: “dichosos los ojos de ustedes que ven y sus oídos porque oyen.  Porque les aseguro que muchos profetas y otros justos anhelaron ver lo que ustedes ven, pero no lo vieron; y oír lo que ustedes oyen, pero no lo oyeron” (Mt 13:16–17). Y si así son las cosas, ¿por qué hay gente que quiere devolverse en el tiempo y en la teología pronunciando oráculos cuál Isaías, Jeremías, Hageo o Malaquías?  Por la mala maña de la mala teología. Continuará . .
©2008Milton Acosta

[1]Para un estudio del uso de las palabras, véase Paul Ricoeur, "Reflexión sobre el lenguaje: hacia una teología de la palabra," in Exégesis y hermenéutica, ed. R. Barthes, P. Ricoeur, and X. Léon-Dufour (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1976).

[2]J. Jeremías lo llama “superprofeta”. Joachim Jeremias, Teología del Nuevo Testamento (Salamanca, España: Ediciones Sígueme, 1974), 63–65.  Debe notarse que en versiones más recientes, Lc 7:8 no dice “no hay mayor profeta que Juan” (RV60), sino “nadie más grande que Juan” (NVI, Biblia de las Américas).