Es verdad, yo lo vi
Milton
Acosta, PhD
El
testimonio es uno de los pilares en los que se fundamenta la Biblia para que
sus lectores crean. Pero, la historiografía construida desde la Ilustración (s.
xviii) en adelante consideró poco confiable el testimonio de testigos oculares,
especialmente si lo contado trataba de cuestiones personales y familiares. El
asunto, sin embargo, ha tenido un giro en las últimas décadas. Gracias al
influjo de las ciencias sociales y de nuevos instrumentos de investigación, una
corriente de la historiografía actual le da crédito al testimonio y a las
historias particulares. No es que todo testimonio sea verdadero, sino que se
valora el testimonio como medio, no solo historiográficamente legítimo, sino
indispensable para conocer la historia desde un ángulo más humano y complejo. La
premisa es que historia es más que imperios, guerras y poder económico.
El interés
principal de la Biblia no es la historia de los grandes imperios y las guerras,
sino la relación de un pueblo pequeño (Israel, Judá, los judíos, la iglesia) y
ciertos individuos con esas guerras y esos imperios. El triángulo se completa
con la participación de Dios. Así se contaba la historia en la antigüedad y
ahora lo entendemos. Esto no significa que todo texto bíblico haya que leerlo
al pie de la letra; ciertos géneros literarios, como la poesía, la apocalíptica
y la ficción, se leen a su modo.
El
testimonio, sin embargo, no es siempre honesto. Es curioso ver la certeza con
la que damos por cierto cualquier pajarada vista en Internet, desde los filetes
de pescados de esponja hasta el arroz sintético. Decimos, “yo lo vi, es verdad”.
Pero, ¿qué criterio usamos para afirmar que es verdad lo que vimos en YouTube? Ninguno,
aparte de que vimos el video. Así, según veo, el video (testimonio) de Internet se constituye en criterio único y
suficiente para esa verdad.
El crédito al
testimonio ha evolucionado, pero se mantiene la constante del respeto a la
fuente: el ministro (“lo dijeron en el sermón”), el profesor (“fue lo que me
enseñaron”), la imprenta (“lo leí en un libro”), la prensa (“salió en el diario”);
la radio (“lo escuché en la emisora”), la televisión (“salió en el noticiero”),
Internet (“lo vi en yutú”). La cosa se complica porque hoy las tenemos todas. No
es teoría de conspiración afirmar que hay poderes terrenales peleando por
nuestra alma (léase opinión, voto, plata). Se instalará como verdad el poder
con mayor capacidad de difusión y de credibilidad, aquel que para cada uno sea
más respetable y de sus afectos.
La situación
es así porque: 1) Los seres humanos necesitamos creer y hacer parte de algo
grande; no podemos vivir sin certezas y sin afiliaciones. 2) Nuestros datos se
venden y se utilizan para manejarnos; alguien paga en Internet y en las redes
sociales para que “te guíen”. 3) El exceso de información y el trabajo de discernir
nos paralizan; sufrimos de una gran crisis epistemológica. En consecuencia, nos
matriculamos en ciertos canales de información y nos ilusionamos con certezas
al lado de otros pájaros de igual plumaje; y conocemos todo a vuelo de pájaro. ¿Qué
hacemos?
Aunque muchos
textos bíblicos se basan en testimonios fácilmente verificables, los escritores
advierten a los lectores de no creer todo, por muy palabra de alguien grande o
chiquito que sea, tenga o no tenga corbata, canas o trenzas. Los temas pueden
ser políticos o económicos, sociales o teológicos, históricos o litúrgicos. Por
eso el texto sagrado invita, entre otras cosas, a: no creer todo (Mt 24:26; 1Jn
4:1-4); cuidarse de los engañadores (Jer 23:32; Mr 13:5; 1Ti 4:1-2); evitar las
mentiras (Nah 3:1); no alegrarse con mentiras (Os 7:3); vigilar a los profetas
falsos (Miq 2:11). Preguntemos siempre qué interés político, económico, social o guerrerista
hay detrás de lo que se anuncia como verdad de la historia o de la actualidad. Hagamos
la tarea hasta donde nos sea posible. ©2020Milton Acosta
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