marzo 27, 2007

Menú de Maná
Contarla (bien) para vivir
©2007Milton Acosta

Maná[1] originalmente no era un grupo musical; fue la comida que Dios le proveyó a Israel en el desierto por cuarenta años (Ex 16:11–36). Parece que al principio les gustó mucho pues desobedecieron a Moisés y algunos recogieron más de lo que necesitaban para un día. Su sabor era como de galletas con miel (Ex 16:20, 31). ¡Nada mal para el desierto! Teológicamente, maná es símbolo de provisión divina, “pan del cielo” (Sal 78:24).[2] Esto suena bien, visto desde la distancia con unos buenos binóculos teológicos, pero ¿quién puede aguantar 40 años con el mismo menú? ¿No resulta ambiguo el hecho y el símbolo, dado que, en cuestiones de comida, es preferible la variedad? ¿O es que se volvieron muy exigentes?

Una cosa es criticar las murmuraciones de Israel en el desierto y otra soportar cuarenta años comiendo la misma cosa, maná. Por muy delicioso que fuera, uno supone que después de 40 años ya perdía su gracia. Pero siendo honestos, uno debe preguntarse también, ¿qué de la gente que come arroz todos los días? ¿o fríjoles? ¿o pan? ¿o papa? ¿o tortillas? La mayoría de la gente del mundo come más o menos la misma cosa todos los días con leves variaciones. Entonces, ¿por qué se quejaban los israelitas del menú celestial? ¿No comían además codornices?: “Y el pueblo habló contra Dios y Moisés: ¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? Pues no hay comida ni agua, y detestamos este alimento tan miserable” (Num 21:5).

El asunto parece ser más complejo que la simple comida. Los israelitas no se comían el maná solo; lo condimentan con una pizca de ingratitud y otra de amnesia colectiva selectiva. Es decir, se acuerdan solamente de las delicias de la cocina egipcia: “Nos acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, de los pepinos, de los melones, los puerros, las cebollas y los ajos” (Num 11:5). De modo pues que, al momento de comer otra vez maná, Egipto dejó de ser sitio de esclavitud, padecimiento y duras labores para convertirse en el sitio donde se comía bien. Es decir, sufrían de la nostalgia que padecen muchos cuando se trasladan de un lugar a otro: ante lo diferente del nuevo lugar y seguramente ante las dificultades, idealizan el lugar original de residencia por medio de la extrapolación de una pequeña parte a la totalidad. Ocurre una especie de metonimia del recuerdo. Pero basta una visita breve al lugar de origen para saber que por muy bueno que fuera, no era el paraíso.

Gabriel García Márquez comienza su autobiografía con una atractiva máxima antes de iniciar su relato: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.”[3] Tal afirmación probablemente es inofensiva en el caso de su vida. Es cierto también que todos los pueblos deciden cómo quieren construir su pasado, pero la historia no se hace al garete. Hay ejemplos muy recientes que demuestran los límites del capricho cuando de historia se trata. El historiador británico David Irving se declaró culpable y fue sentenciado por una corte austriaca a tres años de cárcel por el delito de pretender cambiar la historia negando algunas de las atrocidades cometidas contra los judíos en Auschwitz. Más exactamente, negó en uno de sus libros que allí se hubieran utilizado cámaras de gas. Casos como el de Irving muestran que es posible poner correctivos a la historia mal contada; y que una cosa es una autobiografía y otra la historia de un pueblo. Si yo quiero recordar que tenía los ojos azules cuando niño (cosa que no es cierta), nadie me va a demandar ni meter a la cárcel. Pero, ¿aceptaríamos que un Hitler o un Pablo Escobar o un Idi Amin Dada, si ellos (o sus biógrafos) hubieran adoptado la máxima de García Márquez y aparecieran como “los buenos de la película”?

El texto bíblico nos dice que sí es posible recordar la historia personal según el gusto personal (hasta aquí el novelista tiene razón), pero eso no quiere decir que la historia fue otra ni que sea imposible recuperarla. Es decir, una cosa es la historia colectiva documentada y otra la historia individual a partir del mero recuerdo sin crítica ni evaluación externa. Por eso, ante el revisionismo histórico a ultranza que pretende argumentar que Israel se inventó su pasado (“glorioso” según algunos) en el exilio, hay que decir dos cosas: primero, que hubo correctivos; y segundo, ¿qué hay de glorioso en ser esclavo en Egipto? Si bien es cierto que hubo en Israel intentos de recordar la historia, o por lo menos parte de ésta, de una manera que no correspondía a la realidad de los hechos, también es cierto que es posible corregir tales versiones románticas con el recuerdo de los hechos verdaderos por crudos que hayan sido. ¿Y para que sirve la corrección? Por lo menos para tres cosas: para que futuras generaciones no hagan lo mismo, para que el recuerdo de lo verdadero los conduzca a la gratitud y para darles fuerzas para enfrentar el futuro.
©2007Milton Acosta

[1]La etimología de este nombre es cuestión de disputa académica, pero probablemente significa “¿qué es esto?”
[2]En el libro de Sabiduría (16:20) se le llama “comida de ángeles” y agrega que era un alimento delicioso para todos los gustos.
[3]Esto no es un juicio a la obra del novelista, sino una distinción de suma importancia. Véase Gabriel García Márquez, Vivir Para Contarla (Bogotá: Editorial Norma, 2002), 7.

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