Mejor malo por conocer que malo conocido
Milton Acosta, PhD
La petición de un rey tiene una justificación muy lógica y evidente en el
antiguo Israel. Por un lado, todo pueblo necesita defenderse de sus enemigos
externos, y la única manera conocida es la militar, es decir, un ejército unificado
comandado por un rey. Por otro lado, el mal gobierno sostenido causa hastío y
deseo de cambio. El problema entonces no es la petición de cambio ni que el cambio sea tener un rey, sino: la razón por la que el pueblo de
Israel pide un rey, el costo del rey y lo que no están dispuestos a cambiar.
Samuel les advierte que el rey va a institucionalizar la injusticia social,
pues les va a quitar lo mejor de su juventud, de su trabajo y del producto de
la tierra (1S 8). De esta manera, la vida de las personas en situación de desventaja se convierte una lucha permanente
por no perecer. Es como jugar en un partido que ha sido arreglado de antemano.
Por mucho que se esfuercen los destinados a perder, ya se sabe que a la postre van
a perder.
Uno entiende que los líderes estén conformes con esa situación porque les
beneficia, pero no entiende cómo puede el pueblo aceptar semejantes
condiciones, dado que ellos serán las víctimas directas de un gobierno así. Aparentemente
les molesta la corrupción de dos filipichines en un gobierno incipiente, pero
no les molesta la injusticia social acompañada de la corrupción a gran escala
que traería un gobierno diseñado para tales propósitos. Su respuesta es que no
les importa pagar ese costo. Pero quién entiende a este pueblo. ¿Será cierto
eso de que “sarna con gusto no pica” o es que estos líderes realmente no hablan
a nombre del pueblo?
En cuanto al gobernante saliente, por muy honesto que fuera Samuel, quedó
demostrado que la concentración de los poderes ejecutivo, legislativo, judicial
y religioso en tan pocas manos, es inconveniente y hasta peligroso para una
nación. Si todos están cortados por la misma tijera, y se tapan con la misma
cobija, se pierden los controles esenciales para el funcionamiento adecuado de
una sociedad, que incluye la libertad, el orden, la transparencia y la justicia
social. Con el rey, los poderes estarían repartidos entre muchos, pero todos al
servicio del mismo rey. Es decir, es igual a lo que tenían, porque la
corrupción y la injusticia no se acaban, pero distinto porque ahora es por lo
alto. Los corruptos ahora tienen apellido y roban más, y eso como que les
parece mejor. Así que el malo por conocer terminó siendo peor que el conocido.
De los cerca de cuarenta reyes que hubo en Israel y Judá apenas hay dos de
medio mostrar; el resto son todos malos.
Sin embargo, no todo está perdido. Aunque Samuel aparentemente salió
derrotado, no perdió su dignidad, por cierto muy escasa en estos tiempos. Samuel
tomó una decisión que marcaría el ministerio profético por el resto de la
historia de Israel, desvincularse del poder oficial. Solo así podría cumplir lo
que dijo que haría: orar por su pueblo y anunciarle la palabra de Dios (1S 12).
Un requisito fundamental para el profeta bíblico es que no sea parte del poder,
dado que no puede atentar contra los privilegios que le da el poder; queda
amordazado. Es decir, profeta alimentado por el estado no es ningún profeta.
Nadie va a cortar la rama del árbol donde está montado. Le toca bajarse
primero, como hizo Samuel.
La historia bíblica es una especie de confesión a varias voces. Es cierto
que se necesita tener algún poder para producir historia y para que esta se
posicione y llegue a ser oficial. Pero cuando uno lee la historia bíblica, se
encuentra con un rosario de errores cometidos precisamente por los poderosos y
puestos por escrito por la élite, pues eran los únicos que podían leer,
escribir y preservar estos documentos. De modo que, aunque la historia bíblica
está marcada por las subjetividades propias de la historia y de la perspectiva
de la fe, la humanidad presente en estos relatos es de por sí de gran valor
universal.©Milton Acosta 2018
Continúará
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